Por Miguel Ángel Cid Cid
El punto en medio del conuco de atrás deja ver con claridad la gabela ganada por los vendedores de sustancias prohibidas. El local cuenta con tres sillas y cuatro bloques que usan como mesa de exhibición.
Un parafraseo a la columna Como lo pienso lo digo de Juan Isidro Inoa, periodista, propietario del bar El Punto de Juan Isidro, permite decir: como me lo contaron lo digo.
El grupo de jovenzuelos van y vienen de un callejón al otro, pasan a campo traviesa por los sembradíos del entorno. En la parcela que está justo en la parte de atrás de la casa donde vivo, su propietario cultiva plátanos, guineos, yuca, naranjas agrias y otros frutos.
El establecimiento comercial se encuentra, precisamente, en el medio de ese conuco. En un punto equidistante de las viviendas vecinas. Para no quedarse atrás con la creatividad, le pusieron nombre comercial. Se llama: El Punto del Conuco.
Hasta amueblado está el lugar. Los muebles son: cuatro bloques de seis con los que habilitaron una mesa para exhibir sus productos. Además, tres sillas plásticas, de esas que se rompen en las casas y terminan desechadas. No. No tienen balanza. Ellos reciben la mercancía previamente pesadas y empacadas.
Pero estos muchachones no sólo se encandilan con los productos vendidos en su negocio. En ocasiones, cuando hay algún racimo de plátano listo, o casi listo para comer, lo cortan, salen como un chele a venderlo a otro negociante de su confianza. La venta aporta ganancia extra que ellos utilizan para comprar más de lo otro. Para extender la alucinación.
El agricultor llega en la madrugada a atender su siembra. Para precisar, llega antes de las 7:00 de la mañana. Corta las hojas secas de los plátanos, le limpia el tronco para que desarrollen rápido y elimina los retoños que van saliendo. Pero el hijuelo más adelantado se deja para continuar la cosecha.
Cerca de tres horas después el agricultor se retira a atender otros compromisos. Al día siguiente se repite la rutina. El dueño vuelve a limpiar el camino para que los otros inquilinos, los dueños de El Punto del Conuco puedan ver con claridad los racimos que van llenando.
Con la retirada del dueño, los otros inquilinos llegan a trabajar a sus anchas durante todo el día. Van y vienen de sus casas al conuco y del conuco a sus casas. Es como si fueran a reponer la mercancía alucinante.
El colmo sería que pongan un letrero en la carretera con el nombre del negocio: El Punto del Conuco, con una flecha señalando hacia adentro del Callejón de Juanita. Es cuestión de tiempo para que los nuevos clientes se paren en el frente de mi casa a preguntar:
— Vecino, ¿en dónde es que está El Punto del Conuco?
El lector estará pensando —y con razón— será que el dueño de ese conuco no sabe que le están ocupando su sembradío para actividades ilícitas.
No sólo lo sabe, sino que, conoce a cada uno de los vendedores. En ocasiones él se para a hablar conmigo sobre el caso. Cuenta sus preocupaciones, habla de la impotencia, del temor que siente al no poder hacer nada. Se lamenta.
— Caramba Manuel —dice— hay días en los que yo quisiera terminar la limpieza de un surco, pero los veo rondando y decido irme para volver al día siguiente.
— La gente que vende chines de droga —óigalo bien don Manuel— los que venden chines son más peligrosos que los capos.
¿Vecino, y la policía qué hace al respecto?
— La policía, don Manuel, hace lo mismo de siempre. Está agarrando la gente de trabajo para quitarles los chelitos. Aquí nadie puede ir al trabajo en un motorcito.
— Óigalo bien don Manuel, dijo apenado, en este país la gente seria no vale nada. La gente de trabajo tiene que vivir asustada.
Miguel Ángel Cid
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